DOLOR
—¡No, Pedro! ¡No lo hagas! —pedía Susan a su siempre inquieto novio.
—¿Por? Así todo el mundo sabrá lo que nos queremos —respondió él sin soltar la navaja.
—No hace falta que lo sepan, así no. Hay otras maneras de demostrarlo.
—A ver, Susan, que solo es un árbol. Cuando la corteza sane, la cicatriz con nuestros nombres quedará marcada para siempre. ¿No te parece romántico?
La joven negó rápido con la cabeza. En el pueblo, todos sabían lo peligroso que era dañar a los árboles en aquel bosque. Todos conocían la maldición. No por nada se llamaba el Bosque de los Rostros. Pedro no pertenecía al pueblo, se encontraba pasando las vacaciones allí y había encontrado a su particular amor adolescente de verano en Susan. Ella, por su parte, le había contado lo que se decía de ese lugar, pero el chico, envalentonado y no viendo otro modo mejor para sorprender a la muchacha, estaba decidido a ignorar por completo sus advertencias.
Susan insistía en que se marcharan, pero Pedro, aprovechando un descuido, se apresuró a cortar el tronco del árbol.
—¿Ves? No ha pasado nada. No sé por qué haces caso a cuentos de yayos.
La verdad era que allí no había sucedido nada, así que la chica no dijo nada mientras terminaba de grabar sus nombres dentro de un corazón. Sin embargo, nada más acabar y celebrarlo, un crujido tras ellos los alertó y un par de robustas raíces brotaron de suelo y amarraron a Pedro para estrujarlo contra el árbol. El chico pedía ayuda desesperado, sintiendo el dolor proveniente de su piel convirtiéndose en corteza, pero Susan salió de allí corriendo, sin mirar atrás.
Al día siguiente fue noticia en el pueblo que un nuevo árbol con rostro había aparecido en el bosque y todo el mundo se apresuró a confirmar que sus familias y conocidos estaban bien.
Susan nunca dijo nada. Al fin y al cabo, solo era un amor adolescente de verano.
©2021, Verónica Monroy
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La imagen utilizada para ilustrar este relato pertenece a su respectivo autor y se ha utilizado sin ninguna modificación ni con fines comerciales.
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