SOLEDAD
Fernanda nunca comprendió el odio y la indiferencia que las personas están acostumbradas a profesarse mutuamente. Trabajaba en Asuntos Sociales y, aunque había visto de todo, creía con seguridad que cualquiera podía reinsertarse, que el cambio no era una posibilidad, sino un hecho. Por ello, se encontraba preocupada por un vecino anciano de rostro amable que, a las claras, vivía en soledad.
Decidió investigar un poco por su cuenta, aunque no encontró nada sobre él que fuera relevante. Por ello, decidió un día plantarse en su puerta, contarle quién era y conocer su historia. El buen hombre le dijo que sí que se sentía algo solo, pero que no se fiaba de la gente y que, por eso, no contrataba a nadie para ayudarlo. Entonces, a Fernanda se le ocurrió una idea magnífica. Su sobrino necesitaba un dinero extra para la matrícula de la universidad, así que un trabajo así, con un anciano tan amable, le vendría de perlas.
Pactaron el acuerdo. Su sobrino trabajaría un mes hasta empezar el curso y luego le ayudaría a encontrar a otro cuidador.
Hacía un par de días que Fernanda no sabía nada de su sobrino. Ya debía de estar ultimando el trabajo y pronto iría a la Universidad. La mujer tomaba su café mientras leía un periódico viejo cuando algo llamó su atención en la página de anuncios. Alguien buscaba cuidador y el teléfono que se indicaba pertenecía al anciano. Desconcertada, por instinto decidió prestar atención a un programa de asesinos que daban en la televisión y hablaban del caso de un caníbal que contactaba a sus víctimas mediante anuncios en los periódicos. El hombre fue encerrado en un centro psiquiátrico hacía cincuenta años, pero consiguió escapar y nadie sabía su paradero. El testimonio de uno de los enfermeros le heló la sangre: «Siempre decía, con esa falsa cara amable, que el mayor placer para él era la sensación de soledad que le invadía mientras rechupeteaba los huesos de sus “comidas”».
©2021, Verónica Monroy
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