Ira
Elena y Arturo siempre habían querido tener hijos, pero después de innumerables tratamientos, acabaron por aceptar que no podrían ser biológicos y que su sueño solo se cumpliría por la vía de la adopción.
Fueron muchas las entrevistas hasta que Elena, durante una visita, se quedó prendada de una niña preciosa que jugaba en su habitación, impasible ante la llegada de posibles adoptantes. Sin embargo, en el centro la advirtieron de que esa chiquilla tan bonita ocultaba un lado oscuro, una agresividad que explotaba en brotes de ira sin dar previo aviso. Era peligrosa.
A pesar de ello, Elena no se la podía quitar de la cabeza. Tan preciosa, tan divina, tan serena… ¿Cómo era posible que un ser tan bello pudiera ser peligroso? Dicha idea no tenía lugar en su pensamiento y su determinación e insistencia lograron que Ari, como así la llamaron, fuera finalmente adoptada.
Ambos padres estaban encantados con su hija. No entendían ni comprendían cómo un centro tan prestigioso podía haber mentido tanto sobre ella. Alguna vez Elena la reprendió por corretear por la noche, y no se enfadó. Arturo, en algún momento, la regañó por cruzar la calle sin mirar, y no se enfadó. La educaban sin prescindir de una justa disciplina, y Ari no se enfadaba.
Hasta que un día, cuando la pequeña cumplió ocho años, su madre le preguntó:
—Cariño, ¿sabes si estás bautizada?
En ese momento, la mirada de Ari cambió.
—¿Por?
—Porque queremos que vayas a catequesis, pero para hacer la comunión tienes que estar bautizada.
—No.
—¿Cómo que no?
—¡HE DICHO QUE NO!
Elena cayó de espaldas, asustada por la voz gutural que brotó de la garganta de su hija. Su rostro se había ensombrecido y demacrado, su expresión era agresiva. Amenazante, Ari se acercó a ella.
Arturo llegó de trabajar y se dirigió al salón, como siempre, para saludar a su mujer e hija. Pero la escena que encontró fue bien diferente. Elena yacía con la cabeza destrozada sobre la mesa; Ari, sobre una silla, tenía las manos cubiertas de sangre y lo miraba llena de ira.
©2021, Verónica Monroy
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