Desierto
No creía en las maldiciones de las momias. Llevaba mucho tiempo trabajando con ellas y su rigor científico le impedía aceptar la existencia de esas mentiras y patrañas. Como notable arqueólogo, se debía a sus estudios para explicar cuestiones sobre la historia y culturas humanas, por lo que nada podía detenerlo en su vocación. Ni siquiera el mensaje críptico que tenía frente a él, grabado en una roca. Le había costado mucho llegar hasta esas ruinas perdidas en medio del desierto y no iba a dar marcha atrás por una simple y antigua advertencia.
«Cuídate de no tocar los falsos tesoros que como ónix brillan en la oscuridad, pues esta no es tierra para el descanso de los que ya no están, sino la última esperanza para detener a la bestia».
Se encontraba fascinado con cada palabra que encontraba en esas rocas. Hablaban de monstruos, de sacrificios, de una prisión que ningún vivo debía pisar.
Ensimismado con los mensajes y los dibujos de las paredes, se internó más y más en la profundidad hasta llegar a una estancia donde no se podía ver nada. Sin embargo, él siempre iba preparado y no tardó en verter luz sobre el lugar y comprobar que lo único especial de esa sala residía en dos grandes óvalos negros centrales con otras cinco esferas más pequeñas a cada lado por debajo de ellos, incrustados en una enorme pared de tierra al fondo. Parecían construidos en algún mineral precioso, y su curiosidad hizo que avanzara para comprobarlo. Ya delante de ellos, se quedó extrañado, ya que, bajo la luz de la antorcha, brillaban de una manera especial, como si en realidad fueran ojos que lo observaran.
Así pensaba cuando un poderoso estruendo precedió a una vibración que sacudió toda la estancia. Cubierto de polvo y aturdido, miro al umbral ahora sellado por una puerta que se asemejaba a dos pinzas parduzcas entrelazadas. No quiso mirar atrás, algo le decía que las piedras que había visto se encontraban pegadas a su espalda, reluciendo con intensidad, como ónix bajo la luz de la antorcha.
©2021, Verónica Monroy
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